Ir al Puerto
Tomas Nassar tnassar@nassarabogados.com | Jueves 22 abril, 2010


Ir al Puerto
Finalmente terminé tirándome a pista, a la nueva mal llamada “autopista” que nos está permitiendo llegar a Puntarenas, cuando no hay tanto chunche, en menos de una hora.
Yo no sé si los detractores de la carretera tienen razón o no en sus lamentos porque es capital extranjero el que terminó abriéndola, o porque hay muchos “ceda”, porque los peajes son muy caros, porque las vacas se atraviesan sin control o porque los pobres comerciantes de San Ramón y Esparza se quedaron sin clientes. Cada quien lo verá a su manera. Para mí, el ahorro en tiempo y gasolina es razón suficiente para estar contento.
Mi tata preparaba el viaje al Puerto como toda una expedición. Un safari africano sería poca cosa. Las cuatro o más horas de viaje por calles llenas de piedras y polvo las hacíamos en un chunche, un Ford Taunus que, por supuesto, no tenía aire acondicionado, cinturones de seguridad, ni dirección hidráulica o cualquiera de esas delicadezas de los carros de ahora.
Claro que el paseo no podía durar menos de una semana, dada la distancia que había que recorrer y las dificultades que afrontar, por lo que era también menester arrear con un chunchero indescriptible, chancletas de meter el dedo, bola de fútbol, sillas de playa y todo otro artilugio propio del veraneo.
Transcurrido un buen tramo, por ahí por Sarchí o Naranjo, comenzaba el desfile de manteles tendidos a la orilla de la carretera sobre los que vacacionistas en tránsito hacían la parada técnica para un puntalito o para darle fin al contenido de la portavianda preparada por la mamá.
Y no era un asunto de divergencias entre ricos y pobres o entre la high y los polos. Como por esos días todos éramos igualiticos, no era raro encontrarse a la vera del camino al ministro, bien orondo, comiéndose su torta de huevo con un buen termo de café.
Cosa no muy diferente era el trayecto en tren matizado por los olores (nunca supe de sabores) del pollo que se ofrecía en la estación de Orotina y que constituye uno de los recuerdos colectivos más tradicionales de nuestra patria. No hay quien no rememore la pieza de pollo sobre una tortilla ofrecida en grandes palanganas a la vera del tren.
Ya una vez en el puerto la variedad era para todos los gustos y presupuestos. Las Hamacas o el Tioga, entonces los mejores hospedajes del lugar, el Riviera de doña Elvira Mc Adam, Chanita o el Hotel Imperial, que estaba diagonal a la Capitanía de Puerto, muy cerquita del Lucky Star y del Jessie, antros de memoria prohibida a los que los carajillos asomábamos furtivamente.
Ni hablar de la visita de rigor al Cevichito después de habernos pasado la mañana en la playa intentando ver, una y otra vez los mástiles del Fela o yendo y viniendo a pie hasta la Punta; o de los Churchill en el Acapulco o, más entraditos en años, el Marbella, La Deriva, el Plikity, el Bum Bum, Los Baños o el Tom Jones, o los bailes en las Cabinas Orlando, muy cerquita de las Cabinas San Isidro, donde la cosa se ponía buena en las noches.
Más allá de como logramos llegar y cuanto duramos en el intento, estoy seguro que usted también atesorará sus propios recuerdos de sus viajes al Puerto, tan inolvidables como los míos. No importa el peaje, ni si son de aquí o son de allá, vaya dese una vuelta por el Paseo de los Turistas y aproveche para tomarse un Churchill y jugarse una partidita de futbolín.
Tomás Nassar
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